Texto y fotografías: Juan José Escobar
Cinco de la mañana en el parque del municipio de Urrao, Antioquia. Entre campesinos jornaleros, indígenas que van a cosechar zanahoria y otros caminantes de las altas montañas, esperábamos la chiva que nos dejaría en la vereda El Chuscal, puerta al Páramo de Frontino, nombre otorgado por hazañas y poderes políticos, puesto que es uno de los municipios que menos jurisdicción tiene del páramo. Páramo del Sol, ese es un nombre adecuado, y a medida que la ruta se iba expandiendo ante mí, lo entendería más y más.
En travesía, una colina tras otra, ondulantes iban creciendo hacia lo que veíamos como un enorme encuentro de montañas, donde rocas pendientes chocaban en las partes más altas. A nuestros ingenuos ojos, eso debía de ser el páramo, oculto entre la niebla, empinado… Las colinas parecían no acabar, y cada vez que terminábamos de rodear o cruzar algún prado en camino de herradura, una nueva colina se abría más ancha y verde que la anterior.

Quebrada La Nevera en la vereda El Chuscal.
Al ver cómo algunos del grupo mostraban las primeras señales de agotamiento, Andrés -nuestro guía- contaba historias sobre caminadas de otros tiempos y hazañas de otros viajeros. Algo me decía que el camino iba a estar cada vez más difícil, pero mis expectativas me empujaban con entusiasmo. Sin conocer, yo sabía que había una foto que iba a buscar, lo presentía cada vez que alzaba la mirada y veía la empinada ladera de la montaña.
El ascenso fue más agotador de lo que esperaba. Trepar por las pendientes y las peñas a través del bosque de niebla fue un trayecto silencioso, puesto que cada miembro de la compañía se encontraba concentrado en sus propios pasos. Salíamos de un túnel de musgo y sietecueros. Era oscuro y un verde aceituna brillaba débilmente en el camino. Mientras mi compañero descansaba, ahora golpeado también por la temperatura que comenzaba a bajar, yo me distraje con un grupo de orquídeas y colibríes. Trataba de buscar el famoso colibrí del sol, que a los ojos de nuestro guía, era el colibrí “más feo” de todo el páramo.
En la estación la Torre, el grupo se sentía con un nuevo aire, una esperanza ante la aparición de los frailejones, que inconscientemente nos hacían pensar que faltaba poco para nuestro destino, el lugar donde acamparíamos aquella noche. Allí la cámara dejó de hibernar por la simple alegría de ver aquellas plantas y que lucían jóvenes y grises a esa altura, cerca de los 3000 msnm. <También te recomendamos: Páramos, fuentes de vida para la ciudad>
Esa noche acampamos en el Alto del Burro. El amanecer, tan frío y brillante como era posible, la niebla y la tarde anterior, no nos habían permitido disfrutar del esplendor del complejo lagunar y Puente Largo. Basta llanura, inundada con punticos amarillos que brillaban con el sol, las quebradas que nacían en las lagunas de la parte más alta del valle corrían plateadas casi en línea recta por los llanos. Al otro lado se desplegaba la cuchilla, el borde rocoso donde estaban los picos más altos del páramo antes de llegar a la cima en el Alto de Campanas. Ese era el destino de aquel día, la cima.
De los 3600 msnm partimos en bajada hacia Puente Largo, valle que nos separaba del ascenso a la cuchilla. En todo el viaje fue el punto donde más nos encontramos con otros caminantes. La mayoría ya venían de regreso de Campanas, borde que alcanzábamos a ver como una navaja ocre que sobresalía entre las nubes de aquella muralla de rocas.
A punto de comenzar a subir la Cuchilla, parados en una pequeña hondonada, logramos ver los extensos campos de Llano Grande, lejanos y anchos. Seguimos la ruta de aquel borde rocoso. En varios puntos del trayecto, desfiladeros a cada lado y la inmensidad del Páramo del Sol; hacia el sur, el Alto del Burro, Puente Largo y el complejo lagunar; hacia el este, Llano Grande. El dorado de medio día brillaba sobre los frailejones y las rocas. El paso de la Cuchilla apenas ondeaba entre las rocas yendo hacia la cima.
Llegamos a Campanas, el techo de Antioquia y el punto más alto del noroccidente colombiano con 4080 msnm. Dimos de frente con nueve metros de plástico y basura junto a una roca presidida por la estatua de una virgen. La cantidad de basura era exagerada, injustificable, infame. En ese instante Andrés comenzó a hablarnos de la inconciencia de muchos de los visitantes. Una vez, presenció la tala de frailejones por parte de un grupo para usar las hojas como colchones de sus carpas, y los tallos como leña para parrillas. Nos dijo que el “fácil” acceso a la cima traía consigo la mala educación de muchas personas, que incluso por pereza de volver a bajar los plásticos con los que cubrían sus carpas, los dejaban allí para evitarse el peso al regreso. Encontramos ollas, platos y cubiertos, envases, zapatos y bolsas con papel higiénico.
Lo anterior en parte es una consecuencia de no incluir el páramo en la jurisdicción del Parque Nacional Natural las Orquídeas, que se alcanza a ver como una mancha azul de selva. <También te recomendamos: ¿Porqué amar los Parques Nacionales Naturales de Colombia?>

Manto de nubes desde el alto de Campanas hacia las selvas pluviales de la depresión del río Atrato.
Nuestros días en Campanas fueron amables e inolvidables, incluyendo una lluvia que nos heló los huesos y aminoró por unas horas el ánimo del grupo. Bosques de musgo que parecían trepar a nuestras rodillas, sietecueros arqueados como los dedos de un anciano, las frías aguas de la laguna y su espejo azul, las noches titilantes del Cauca con sus estrellas fugaces, el amanecer sobre el valle del Penderisco donde los plásticos de los cultivos enceguecían con su brillo, incluso a esa altura; el azul de las selvas pluviales del valle deprimido del Atrato, la helada que congeló durante una noche los plásticos de nuestras carpas, arreboles de nubes danzantes que sedujeron nuestros ojos, las risas en las carpas escuchando las historias de Andrés, bajo el foco de una lámpara de tungsteno, el ensordecedor golpe del viento sobre los plásticos, la luz, la luz…
Quedé en deuda con el páramo, volver a él, entregarme una y otra vez a su majestuosidad, al viento filoso que secó mis labios en las mañanas, la lluvia violenta que entumió mis manos y pensamientos, la luz del sol que ninguna otra montaña tapaba, los frailejones… volver fue el pacto que hicimos la montaña y yo.

Telaraña de tallos en un bosque de sietecueros camino a la laguna.

Luego de cruzar un bosque de siete cueros la laguna nos recibe con su espejo azul.