Los Nevados en cuatro ruedas
Texto y fotografías por: Juan José Escobar
Cada año, las nieves perpetuas colombianas se derriten entre el 3% y el 5%. El Volcán Nevado Santa Isabel es el más afectado, pierde el 7% de sus glaciares al año, mientras el Volcán Nevado del Ruíz y el Volcán Nevado del Tolima pierden cada uno el 5%, según datos del Ideam.
En su mayoría, el deshielo se debe al incremento de la temperatura de la Tierra a causa de la intervención humana, además de la actividad volcánica que ha ido en aumento en los últimos años en nevados como El Ruíz y el Volcán Nevado del Huila, razón por la cual no se puede acceder al borde glaciar del nevado del Ruíz.
Sólo escuchar las palabras de mis padres cuando ingresamos al Parque Nacional Natural Los Nevados: “Ya no hay nieve. Cuando nosotros vinimos con la universidad había nieve desde muy abajo y se podía subir caminando”. Desde hace cinco años no se puede alcanzar el borde glaciar del Nevado del Ruíz. De alguna manera se siente la obligación, más allá del amor por las montañas y la curiosidad, de conocer estos lugares que están a pocos lamentables años de desaparecer.
Desde que planeamos nuestro viaje familiar al Eje Cafetero, Los Nevados no habían aparecido sobre el mapa de la ruta. En primera instancia sólo íbamos a disfrutar viajando de pueblo en pueblo, como nos hemos acostumbrado a hacerlo alrededor de todo el país. Es una suerte que con mi familia los viajes siempre tengan dos o tres giros inesperados, y para mi fascinación y la expectativa que fue creciendo, el PNN Los Nevados se convirtió en lo más importante en todo el trayecto.
Los caminos están marcados por las caravanas de particulares y busetas que prestan servicios turísticos especialmente para extranjeros. La entrada al Parque es masiva, la línea de carros es extensa para acceder al punto de información de la cabaña de Brisas, entrada principal, desde una perspectiva netamente turística a este lugar.
A medida que avanzamos, la magia de las altas montañas me invade y mis ojos se desbocan entre valles rocosos y senderos de frailejones; desde las paredes de musgo cercanas a la cabaña de Brisas, pasando por los arenales de la quebrada Guali, acariciando la oxidación de las rocas volcánicas en el Valle Lunar, hasta la densa niebla que no permite dejarnos ver más allá de unos cuantos metros en el Valle de las Tumbas. Estoy allí, casi petrificado de la emoción, siendo parte del paisaje, de los corredores de viento, de la promesa de las cimas y los pliegues de las montañas.
Uno de los instantes más impactantes sucedió en la segunda mañana que emprendimos camino al Parque, cuando alrededor de las ocho y cerca de la Laguna Negra, donde casi es obligatorio parar a realizar fotografías desde el mirador que se encuentra allí, fue ver por primera vez el Volcán Nevado del Ruíz en su magnificencia: pálido y brillante por encima de los potreros y limitado por el cielo azul.
Nos enteramos de que la noche anterior había nevado y de allí su inmensidad blanca, que se va perdiendo cada vez más y al cual no se puede acceder hasta el borde debido a la constante actividad volcánica. Esto es para grandes decepciones entre las oleadas turísticas, especialmente de nacionales, que esperan conocer las nieves perpetuas de “La hermana de la nariz humeante”, como la llamaban los indígenas en otros tiempos.
Por el lado del Volcán Nevado Santa Isabel o “La doncella de los cabellos de plata”, como nos aseguró uno de los funcionarios del Parque que así era conocida por los indígenas; no logramos llegar al borde glaciar pues las condiciones climáticas nos lo impidieron: bancos de niebla y una delgada y constante brisa. Pero la relación con la naturaleza y la evidente disminución de turistas hacen que el recorrido por los senderos en los páramos que rodean al Santa Isabel hicieran una experiencia mucho más gratificante en comparación con el paso por el Ruíz, por sus paredes de altas rocas y el encuentro con liebres y águilas que dibujan su silueta entre la niebla a medida que cae la tarde.
El acceso al Santa Isabel a través de esta ruta se facilita por el mantenimiento que realizan los finqueros de las zonas de amortiguación para entrar a sus propios predios, tal vez no con la intención de mantener el camino al PNN en buen estado, tal vez sí, pues únicamente camionetas pueden cruzar estos pasos.
Es curioso, pero a pesar de la excitación que produce estar allí, tocar las montañas con la mirada, dibujar algunos recuerdos con los lentes de la cámara, es inevitable sentir que se hace el viaje de todo el mundo, bajo la gran cantidad de indicaciones y advertencias de parte de algunos de los funcionarios del Parque, que en realidad se deben hacer pues es un ecosistema agreste y traicionero. No hay escapatoria. Pero de cierta forma se cae un poco en lo que mi padre llama: “turistas de centro comercial”.
Mi corazón buscaba una aventura, algo más… el silbido imparable del viento en mi pecho como una flauta, frailejones de casi nueve metros y su recompensa de algodón. El misterio del silencio que habría que seguir buscando, lejos de esos encuentros que parecían como si fuesen programados por agencias turísticas.
En mí iba seguir rugiendo el llamado de las altas montañas, la aventura que me esperaba entre los caminos de la niebla, entregado a las cimas de los Andes colombianos.